Soberanía alimentaria en el pico del petróleo

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Ya no es posible mantener el ritmo de consumo al que estamos acostumbrados, simplemente porque ya no hay más combustible que sustente tal capricho. Y nos toca afrontar las consecuencias de alguna vez haber soñado con que los recursos eran infinitos. El desequilibro energético que generó el petróleo desencadeno una sucesión de otras muchas irregularidades que nos afectan, entre ellas la inestabilidad emocional que implica el individualismo propuesto por la sociedad de consumo.

De una reciente entrevista al geólogo Antonio Aretxabala, podemos extraer un dato que nos habla de la situación en un país del primer mundo: “Se estima que, a principios del siglo XX, en España, siete de cada diez personas vivían en el campo, mientras que las restantes tres en la ciudad. Ahora, año 2020, 1.8 de cada diez vive en el campo y mantienen a las otras 8.2 que viven en la ciudad”.

Este dato implica no solamente el claro y aún presente fenómeno de éxodo rural, sino también el reemplazo de la mano de obra campesina por la maquinaria industrial. Hoy, con el paquete tecnológico correcto, un campesino puede hacer rendir su maquinaria lo que le hubiese costado cientos de manos humanas. Esto siempre y cuando su tractor tenga con que funcionar, ya que, aunque nos cuesta aceptarlo, no habrá recursos para siempre. Y los tractores no funcionan con energía solar…

Dicha coyuntura implica, junto al cambio climático, una clara merma en la producción de alimentos como la harina, el arroz, el aceite y el maíz e insumos básicos dentro de los que se incluyen los medicamentos, poniendo en jaque a todo aquel que lleve de la góndola el pan a su mesa, haciendo de este un claro dependiente de un sistema que es impulsado por puro gasoil. La escasez que deviene del pico del petróleo convencional, y por ende del gasoil, no solo afecta el transporte urbano, sino la producción y la industria, afecta a los trasatlánticos y a los camiones, llevando a un colapso total de la estructura hiperglobalizada sobre la que se cimenta nuestra sociedad moderna.

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Nos vendieron que la única forma de hacerle frente al colapso energético es usando energías renovables, pero nunca te dicen que las mismas son petrodependientes. Las energías “renovables” requieren de minerales como el cobre, oro, litio y neodimio, algunos de los cuales entran en la clasificación de “tierras raras”, las cuales requieren de minería pesada para extraerse. Y, adivinen; ¿qué hace girar las ruedas de la maquinaria minera…? Si, gasoil.

La agricultura moderna es una agricultura sin campesinos, porque está mecanizada. Pero ese modelo está colapsando, abriendo paso a la oportunidad de una “agricultura con campesinos”. En este contexto vemos que muchos “citadinos” han decidido optar por una vida más sana y se han mudado a algún campo, con quizás la esperanza de poder así hallar la paz y abundancia de la que le hablaron sus abuelos. Pero la mayoría de estos aventureros terminan por fracasar, no habiendo encontrado en el campo lo que buscaban.

Podríamos decir que han sido éstos “contaminados” por el petróleo, afectándoles éste hasta incluso su manera de relacionarse con el medio y con el prójimo. La abundante sobredosis de energía que supone un combustible fósil en la ciudad implica no solamente la sobreestimulación de los consumidores en las calles, sino también una trastocada percepción del tiempo: “Tengo que cumplir con mi trabajo y levantarme temprano”, “tengo que hacer las compras y unos trámites”, “tengo que planificar mis vacaciones”, “pensar en mi futuro”, “tengo que ser alguien en la vida”, “La vida es corta” …

Es difícil que un cerebro tan contaminado de petróleo como lo es el promedio hoy, sea capaz de siquiera soportar la idea de “no saber que vas a hacer mañana”, al no entender dicha idea la asocia instantáneamente a la muerte, por ser ésta el fin de lo conocido.

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La crisis que supone la escases de hidrocarburos en las explotaciones agrícolas en Argentina implica la imposibilidad de sostener el actual modelo, que busca nada más que la producción de commodities en interminables latifundios monopolizados, abriendo así el paso a la oportunidad de recuperar la mano de obra humana y la comercialización local, fortaleciendo la soberanía alimentaria.

Según el censo del año 2022 realizado en Argentina, se calculan alrededor de un millón trescientas mil personas que trabajan en el sector rural. Sobre sus espaldas recae la responsabilidad de llevar comida a la mesa de cada argentino, así como la responsabilidad de amortiguar la caída de esto que llamamos sociedad de consumo.

No obstante, y como mencionamos anteriormente el éxodo urbano puede perfectamente ser el necesario refuerzo que requiere el sector, en tanto y en cuanto este último comprenda que volver a la naturaleza tiene que ser un acto de total humillación ante aquello que sabemos que no podemos controlar, porque es en esa humillación que surge la “descarbonización” de sus vidas y por tanto la auténtica abundancia.

De la misma manera, es responsabilidad del campesino tradicional apostar a una sana relación con el suelo que cultivan, tal y como se lo supieron transmitir sus abuelos. Del dialogo de ambos depende la capacidad de resiliencia de la civilización misma.

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