Camino de Santidad

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Carta de monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para el 10° domingo durante el año [10 de junio de 2018]
En el evangelio de este domingo, Jesús nos anima a estar cerca de él, a ser parte de su familia. Para ello es necesaria una condición: hacer la voluntad de Dios. «El que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35). La voluntad de Dios no es otra cosa que la santificación del hombre. El Papa Francisco, hace poco nos dejó una exhortación apostólica titulada «Gaudete et exsultate» sobre el llamado a la santidad. Allí nos dice que «para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque esta es la voluntad de Dios: nuestra santificación (1 Ts 4,3). Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio.
Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar  constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor. La contemplación de estos misterios, como proponía san Ignacio de Loyola, nos orienta a hacerlos carne en nuestras opciones y actitudes». (GE 19- 20)
El camino de la santidad no es otra cosa que caminar en la senda que nos lleva a ser felices. «Alégrense y regocíjense (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la santidad». (GE 1)
En el evangelio Jesús nos recuerda la importancia de la unidad: «Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir. Y una familia dividida tampoco puede subsistir» (Mc 3,24-25). El camino de santidad, por lo tanto, exige de los cristianos la comunión. «La santificación es un camino comunitario, de dos en dos. Así lo reflejan algunas comunidades santas. En varias ocasiones la Iglesia ha canonizado a comunidades enteras que vivieron heroicamente el Evangelio o que ofrecieron a Dios la vida de todos sus miembros. Pensemos, por ejemplo, […] en san Roque González, san Alfonso Rodríguez y compañeros mártires […] Del mismo modo, hay muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge. Vivir o trabajar con otros es sin duda un camino de desarrollo  espiritual. San Juan de la Cruz decía a un discípulo: estás viviendo con otros para que te labren y ejerciten». (GE 141)
«En contra de la tendencia al individualismo consumista que termina aislándonos en la búsqueda del bienestar al margen de los demás, nuestro camino de santificación no puede dejar de identificarnos con aquel deseo de Jesús: Que todos sean uno, como tú Padre estás en mí y yo en ti». (GE 146)
El evangelio nos advierte, finalmente, sobre la presencia del mal que se interpone en el camino de santidad. Algunos, acusaban a Jesús de estar poseído por un espíritu impuro. Con paciencia, les explicó por medio de comparaciones que Él trae el Reino de Dios. Cuando pensamos en el demonio, muchos traerán a la mente alguna escena llamativa de películas que tratan sobre posesiones y exorcismos. Sin embargo, debemos estar alertas porque no es ese el modo habitual en el que el mal va ganando nuestro corazón. Lo primero que hace el demonio es confundir nuestro juicio. Hacernos creer que está bien lo que en realidad es malo.
El Papa nos recuerda que el demonio no es «un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea. Ese engaño nos lleva a bajar los brazos, a descuidarnos y a quedar más expuestos. Él no necesita poseernos. Nos envenena con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos la guardia, él aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades» (GE 161)
Pidamos al Señor que nos ayude a hacer siempre su voluntad para ser auténticamente felices. Que unidos en comunidad avancemos firmemente en el camino de santidad que él nos propone. 
¡Un saludo cercano y hasta el próximo domingo! Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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El Evangelio privilegia a los pobres y excluidos

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En estos domingos de Cuaresma, mientras nos vamos encaminando a la celebración de la Pascua, estamos reflexionando sobre la dimensión social de la fe. La relación que el cristiano entabla con Dios no es intimista si no que se abre a la fraternidad. La  experiencia del amor y la misericordia del Padre se desbordan animándonos a amar a los demás. Y en el corazón del camino discipular están especialmente los pobres y excluidos.
Ya hemos dicho que lamentablemente son muchos en nuestra época los que solo sobreviven, los que están excluidos incluso de los bienes básicos como la alimentación, la salud o la educación. Esta realidad debe interpelarnos seriamente. El papa Francisco es claro respecto a este tema: «Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas realidades
terrenas para que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio, nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social: La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son requeridos a todos». Temo que también estas palabras sólo sean objeto de algunos comentarios sin una verdadera incidencia práctica. No obstante, confío en la apertura y las buenas disposiciones de los cristianos, y les pido que busquen comunitariamente nuevos caminos para acoger esta renovada propuesta». (EG 201)
Para realizar un buen examen de conciencia y revisar nuestra condición de cristianos es importante recordar que debemos ser concretos. Cuando no encarnamos nuestros propósitos y nos quedamos en generalidades, corremos el riesgo de fracasar en nuestros propósitos. Hay muchos hermanos necesitados cercanos a nosotros. La mejor experiencia espiritual es partir de que también nosotros somos necesitados. Ya sea que nos identifiquemos con el hijo menor, alejado del amor de su padre, en la parábola del hijo pródigo, o con el hermano mayor que permanecía a su lado. En cualquier caso, experimentamos la necesidad del amor y la misericordia
de Dios.
La caridad practicada necesita de una fe que esté acompañada por obras. «Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe». (Sant 2, 18b)
Si debemos evaluarnos personalmente considerando la dimensión social de la fe, también debemos hacerlo teniendo en cuenta el compromiso de nuestras parroquias, comunidades, movimientos eclesiales, institutos educativos. En estos ámbitos es clave vivenciar una caridad practicada incluyendo y privilegiando a los más pobres.
No podemos realizar aquí una descripción minuciosa de tantas situaciones de pobreza con las que convivimos. Pero sabemos que hay muchos hermanos que están en la marginalidad. Son muchos los asentamientos en nuestras ciudades en los que familias, jóvenes y niños sólo sobreviven. Uno de los problemas más grandes es la desnutrición que daña a quienes son víctimas de esto a tal punto de condicionarlos en el estudio o en la obtención de algún trabajo.
Nos duele también que haya tantos hermanos desocupados o en situaciones de extrema precariedad laboral. También constituye una gran herida el flagelo de las adicciones que va ganando terreno sobre todo entre nuestros jóvenes.
La evangelización que realizamos tiene que llegar a todos, pero especialmente a las «periferias existenciales» como nos lo dice el papa Francisco. Esta preocupación de buscar caminos evangelizadores no es exclusivamente del clero y los consagrados sino, de todo el Pueblo de Dios.
Que el Espíritu Santo nos ilumine para que podamos avanzar decididamente con Jesús hacia la Pascua y que nos ayudemos unos a otros para vivir con más empeño nuestro compromiso bautismal ejercitando la caridad especialmente con los más pobres y excluidos.
Les envío un saludo cercano y hasta el próximo domingo. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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El Evangelio de la fraternidad y la justicia

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En este tiempo cuaresmal es bueno que vayamos captando que el discipulado cristiano no puede reducirse exclusivamente a la relación personal con Dios, sino que, están presentes también nuestros hermanos. La experiencia misma de oración, la creciente experiencia maravillosa de adoración eucarística, no serían auténticamente cristianas si no se acompañan de un estilo de vida que involucre criterios y opciones coherentes con la fe que profesamos, si no nos llevan a asumir la misión de transformar las realidades temporales a la luz del Evangelio.
«Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de (santa) Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe —que nunca es cómoda e individualista— siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra». (EG 183)
Todos los bautizados tenemos que evaluarnos en cómo vivimos nuestro compromiso cristiano. De modo particular, los laicos -que constituyen la gran mayoría del Pueblo de Dios- tendrán que examinarse respecto de la dimensión social de su fe y sobre la responsabilidad evangelizadora y humanística vivida especialmente en sus propios ambientes, tanto familiares como laborales. Allí
es donde se generan los valores que forman una cultura más justa, honesta y solidaria.
Sorprende que, en nuestra Patria, donde gran parte de la población se denomina cristiana, haya tantos y tan graves escándalos de corrupción. Este lamentable fenómeno está presente en la dirigencia social, en el mundo de la política, en las empresas y sindicatos, en los medios de comunicación social, en el poder judicial, en la educación y hasta en las mismas estructuras eclesiales. Sorprende que el Evangelio del que tanto hablamos sea olvidado tan rápidamente cuando se tiene un cargo o un lugar de privilegio. En lugar de aprovechar las oportunidades para servir mejor al pueblo fácilmente dejan ganar su corazón por la soberbia, el poder mal ejercido y la
avaricia.
Al evaluar esto debemos preguntarnos por qué nos pasa esto de una extendida corrupción que se transforma en un flagelo para nuestra sociedad. Sin lugar a dudas que nos ocurre aquello que ya los Padres de la Iglesia denunciaban. Hacia el siglo V San Juan Crisóstomo, llamado «boca de oro» o el «abogado de los pobres», hablaba frecuentemente sobre la riqueza y la pobreza: «todos somos administradores de los bienes de Dios, nadie puede decir que esto es mío; la riqueza tiene que ser compartida para que sea bendecida por Dios»
Es iluminador recordar a san Ambrosio, obispo de Milán (s. IV) denunciando la avaricia y la corrupción de su tiempo y que tiene tanta actualidad: «la tierra es de todos, no solo de los ricos.
Pero son muchos más los que no gozan de ella que los que la disfrutan. Lo que das al necesitado, te aprovecha bien a ti (porque) es el propietario el que debe ser dueño de la propiedad y no la propiedad señora del propietario. Los misterios de la fe no requieren oro» (S. Ambrosio, Libro de Nabot el Yizreelita). También san Basilio dice al respecto: «El que roba la ropa de otro se llama ladrón.
Merece otro nombre el que no viste al desnudo si lo puede hacer? El pan que te sobra  pertenece al hambriento. La ropa que guardas en tu ropero pertenece al desnudo. Los zapatos que se pudren en tu casa son del descalzo. El dinero que tienes enterrado pertenece al necesitado». (S. Basilio, Homilía 6, 6-7. Sobre el texto de Lc 12,18) Lamentablemente seguimos viviendo la inequidad que hace concentrar las riquezas en algunos pocos, y grandes mayorías que sobreviven y están excluidos incluso de los bienes básicos como la alimentación, la salud o la educación. No podemos vivir cristianamente este tiempo cuaresmal sin cuestionarnos el compromiso que tenemos con nuestros hermanos más pobres y excluidos.
Les envío un saludo cercano y hasta el próximo domingo. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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El acontecimiento de Cristo

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Después de haber acompañado a Jesucristo, el Señor, en estos días desde la celebración de Ramos en su llegada a Jerusalén, donde el Dios hecho hombre dio su vida, sufrió y murió por nosotros; este domingo celebramos aquello que es central para nuestra fe: la Resurrección del Señor. Por eso en el Evangelio que leemos [Jn 20,1-9], dice: «El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”» El relato nos señala que los dos fueron al sepulcro y vieron que el Señor no estaba y termina diciéndonos: «Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, Él debía resucitar de entre los muertos».

Es importante repasar y leer desde la fe estos momentos cruciales de la historia humana, que por el amor que Dios nos tiene se transformaron en historia de la Salvación. Este domingo celebramos el triunfo de la vida sobre la muerte: La Resurrección de Cristo. ¡Es la celebración de la Pascua y de la Esperanza!

Sabemos que en el centro de la acción evangelizadora de la Iglesia, que es su razón de ser, está la experiencia fundamental que cada cristiano tiene que hacer de Jesucristo, el Señor, el que murió y resucitó. ¡Esta es la experiencia Pascual! Es la certeza de que a pesar de tantas situaciones personales o comunitarias de dolor y de fracasos, sabemos que la Vida triunfa sobre la muerte, y que podemos seguir caminando aun cuando convivimos con sufrimientos. También esta experiencia Pascual nos reubica ante los logros y éxitos, placeres y alegrías, sabiendo que son dones de Dios y nos ayuda a no ponernos en el lugar de Dios. Esta experiencia pascual nos hace discípulos y misioneros.

En el documento de Aparecida leemos: «El acontecimiento de Cristo es, por lo tanto, el inicio de ese sujeto nuevo que surge en la historia y al que llamamos discípulo: No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. Esto es justamente lo que, con presentaciones diferentes, nos han conservado todos los evangelios como el inicio del cristianismo: un encuentro de fe con la persona de Jesús» (Aparecida 243).

Si bien es cierto que transitamos por un profundo cambio de época y unamarcada crisis que afecta la comprensión de los valores y la misma evangelización, también hay que señalar que la Iglesia con la asistencia comprometida del Espíritu Santo y la experiencia de tantos testigos-discípulos de Jesucristo resucitado, siempre fue dando respuestas a los desafíos que se presentaron en la historia. Hay una cierta mirada que analiza los hechos desde la superficie, sin discernir los signos más profundos que vive nuestro tiempo. Desde esa mirada se entiende la misión de la Iglesia como un mero defender tradiciones. Esa mirada, en general, está ligada a ciertos ambientes más sofisticados y complejos que pretenden un mensaje moderno, liviano, sin la cruz, y sin compromiso con la revelación dada en la Palabra de Dios. En estos ambientes, a menudo falta una comprensión más profunda de las cosas de la fe que ayude a no pretender simplemente adecuar el Evangelio a las situaciones personales.

La Iglesia necesita que los cristianos realmente seamos testigos de la Pascua. Sin esta experiencia indispensable no llegamos a ser discípulos de Jesucristo resucitado y menos misioneros de Él. Siempre, aún con dificultades, la Iglesia buscó y buscará dialogar con las nuevas realidades que se dan en la dinámica de la historia. No sólo está llamada a dialogar, sino a amar el tiempo y la gente concreta que vive, sufre y que se alegra… todo esto con el gozo de la vocación que es un don de Dios y que no implica relativizar lo que creemos, ni perder nuestra identidad.

En este domingo de Pascua queremos transmitirle a tantos hermanos y hermanas que están tristes y sufren, a muchos que perdieron la fe y a veces el sentido de la vida, que nuestra existencia está cargada de sentido cuando nos encontramos con Dios. Con un Dios que por amor se hizo uno de nosotros, que asumió nuestros sufrimientos, que murió y Resucitó.

¡Feliz Pascua!

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