América Latina: la fragilidad democrática

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Por Alberto Barrera Tyszka. Es narrador y ensayista venezolano. Las elecciones han pasado a ser un ejercicio de alto riesgo en nuestra región. Los 91 políticos asesinados durante la reciente campaña electoral en México o la persecución y encarcelamiento de todos los precandidatos a los próximos comicios en Nicaragua son un indicador brutalmente obvio.

Pero estas estadísticas, escandalosas e indignantes, forman también parte de una crisis más profunda, que alimenta en nuestros países dudas y desconfianzas sobre la democracia y sus procedimientos. La denuncia de fraudes invisibles, la descalificación o el ataque desde el poder a los tribunales electorales, son también maneras de violentar los procesos comiciales, de socavar la ya frágil institucionalidad de nuestras naciones. En la encuesta de Latinobarómetro de 2018, la satisfacción con la democracia alcanzaba solo el 24 por ciento en la región, a diferencia del 44 por ciento en 2010. Es una perspectiva preocupante en un continente con una gran tradición autoritaria.

No importa demasiado el nombre que le pongamos: polarización, populismos, crisis de representación política, neototalitarismos de derecha o de izquierda… Lo cierto es que los eventos y mecanismos de elección política están cada vez más tocados por distintas formas de hostigamiento y, cada vez menos, consiguen la legitimidad que buscan. Ahora es todavía más evidente: las democracias dependen de las instituciones.

Lo que sucede actualmente en el Perú emblematiza muy bien lo que ocurre o puede ocurrir en un grupo de países de la región. Con el 100 por ciento de las boletas contabilizadas por la Oficina Nacional de Procesos Electorales de Perú (ONPE), Pedro Castillo tiene la mayoría de los votos. La diferencia es estrecha —menos de 45.000 actas— pero los resultados son claros.

A pesar de haber asegurado que aceptaría y reconocería los resultados, a pesar de todas las promesas y de haber ofrecido la marca Vargas Llosa como garantía, a pesar de las declaraciones de Estados Unidos, la Unión Europea —que felicitaron al país por celebrar elecciones libres— y de observadores internacionales que certificaron la contienda, Keiko Fujimori insiste en denunciar un fraude, desautorizando los procedimientos y las instancias electorales oficiales, promoviendo entre sus seguidores la idea de que existe un engaño invisible, un delito que no se puede demostrar. Es una apuesta política que instala una falla de origen en el próximo gobierno y agita emocionalmente los peores fantasmas de una sociedad dividida.

La renuncia de Luis Arce Córdova, uno de los miembros de la autoridad electoral del Perú, solo enturbia más el proceso. Arce, quien actualmente está siendo investigado por tráfico de influencias y corrupción, invoca la transparencia y acusa de parcialidad a los demás miembros de la institución. Aunque ninguna de sus denuncias electorales han prosperado legalmente, Keiko Fujimori no retrocede, pide que se anulen votos y el sábado 26 de junio convocó a una vigilia pública para rezar por la “defensa de la libertad y la democracia”. Ese mismo día, el jefe de la ONPE, Piero Corvetto, denunció que fue agredido por supuestamente avalar un fraude electoral para el cual no hay pruebas.

Durante la vigilia del sábado, Fujimori dijo, atizando la desconfianza: “Queremos saber la verdad”.

Invocar estas grandes causas, actuar como si el país estuviera frente a un cisma definitivo en la historia, es una parte fundamental del conflicto. En Latinoamérica, cada vez con más frecuencia, la alternancia política es presentada y percibida ya no como una forma natural de la vida democrática sino como un trágico apocalipsis.

No se trata de algo gratuito, por supuesto. Hay un expediente dolorosamente visible, iniciado por el chavismo en Venezuela y seguido —con menos pretensiones de disimulo— por Daniel Ortega en Nicaragua. Hugo Chávez convirtió su popularidad en una moderna forma de tiranía, mostrando que era posible llegar democráticamente al poder para —desde ahí— destruir a la democracia. Ortega, con menos popularidad y menos disimulo, ha terminado imponiéndose a sangre y fuego como un dictador en su país. Sin embargo, no se trata de una experiencia ya común en el amplio espectro de la región. Con las dificultades de cada caso, la alternancia política sin embargo se ha mantenido en países como Brasil, Argentina, Ecuador, México, incluso de alguna forma en Bolivia. Y Nayib Bukele en El Salvador demuestra que la tentación autoritaria no es un problema ideológico.

Cuba, Venezuela y Nicaragua, en rigor, siguen siendo casos aislados y minoritarios en el continente. Y sus experiencias, además, han generado una alerta especial en las otras sociedades de la región. No es azaroso, por ejemplo, que —más allá de la violencia fatal durante la campaña previa— el éxito de las recientes elecciones en México se mida y se pondere más a partir de las reacciones ante los resultados que a partir de los resultados mismos. Para muchos mexicanos, lo más determinante de los comicios era la respuesta —de respeto ante los votos y al organismo electoral— que tendrían el presidente Andrés Manuel López Obrador y su partido Morena después de las votaciones.

Asociar la idea del cambio político a las catástrofes y a la histeria no parece ser lo más saludable en un continente que, en definitiva, sigue sin resolver sus grandes problemas de desigualdad, pobreza e impunidad. Más que satanizar la alternancia política y los procesos electorales, es necesario fortalecer la institucionalidad en América Latina. Solo así se pueden dirimir las diferencias con votos y no con balas. El futuro comienza en los árbitros.

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Merino, el presidente de Perú ungido y removido por el Congreso en menos de seis días

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Manuel Merino, experimentado legislador y dirigente de uno de los partidos más tradicionales de Perú, renunció hoy a la presidencia de la república, forzado por el mismo Congreso que lo proclamó para el cargo menos de seis días antes.

Merino, de 59 años, juró como jefe del Ejecutivo el martes pasado, luego de que el Congreso unicameral que presidía destituyera en la noche previa al presidente Martín Vizcarra en el segundo juicio político que le formó en menos de dos meses.

El fugaz mandatario -también ingeniero agrónomo y empresario ganadero- llegó al Palacio de Gobierno debido a la falta de los dos vicepresidentes que establece la Constitución, consumidos por la inédita crisis institucional que vive el país en los últimos años.

El primer vice, Vizcarra, había sucedido al presidente Pedro Pablo Kuczynski, quien en marzo de 2018 -menos de dos años después de haber asumido- renunció para evitar ser removido por el Congreso, que también le promovió dos juicios políticos en menos de tres meses.

La segunda, Mercedes Aráoz, había dimitido en septiembre de 2019, tras formar parte de un intento de destitución de Vizcarra por parte del Congreso que el mandatario acababa de disolver.

La experiencia política -también fue congresista en 2001-06 y 2011-16, entre otros cargos- no le alcanzó a Merino para conducir una crisis potenciada por la caída relativamente reciente de varios liderazgos personales, afectados por investigaciones de casos de corrupción, y por la ya antigua fragmentación de la actividad partidaria y las preferencias ciudadanas.

Tampoco le sirvió el consenso inicial acerca de la duración de su mandato, pues el hecho de que ya estuvieran convocadas las elecciones para abril de 2021 evitó el debate sobre la interpretación del artículo constitucional que establece que cuando el presidente del Congreso asume la jefatura del Ejecutivo debe convocar a comicios “de inmediato” pero no fija un plazo preciso.

De bajo perfil, Merino ya había quedado en entredicho y pedido disculpas públicas en septiembre pasado, después de que dos altos jefes militares informaran al Ministerio de Defensa que Merino los había llamado para procurar el aval de ambos al proceso de juicio político que estaba por debatir el Congreso y del que Vizcarra saldría airoso.

“Tal vez hacer una llamada en las circunstancias de ese día puede haber sido inoportuna, por eso yo le expreso mis sinceras disculpas a las Fuerzas Armadas”, dijo entonces Merino, que sin embargo rechazó la acusación de Vizcarra de que había conspirado para destituirlo y sucederlo.

De su fugaz gestión se recordará que transcurrió desde el primer minuto y hasta el último en medio de protestas callejeras que dejaron al menos dos muertos y un número no precisado de heridos y desaparecidos, y que fueron objeto de una represión policial que llegó a ser cuestionada por el Tribunal Constitucional peruano, la ONU, Amnistía Internacional y Human Rights Watch (HRW), entre otras organizaciones.

También que su promesa inaugural de formar un gabinete “de ancha base” no sería cumplida, a juzgar por las numerosas objeciones expresadas, incluso por legisladores de su propio partido, que ya habían anticipado que no darían su voto de confianza al equipo ministerial.

Esta mañana, tras una reunión de la Junta de Portavoces (jefes de bancada), el mismo Congreso que lo proclamó hace seis días le advirtió en una carta que si no renunciaba antes de las 18 le iniciaría un proceso de destitución, ante lo cual Merino dimitió.

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Merino asume la presidencia de Perú tras la destitución de Vizcarra

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El titular del Congreso unicameral de Perú, Manuel Merino, asume hoy como presidente del país tras la destitución del mandatario Martín Vizcarra por “incapacidad moral” por un caso de presunta corrupción.

Merino asumirá en una sesión parlamentaria programada para las 10 (las 12 de Argentina) y se convertirá en el tercer presidente de Perú desde 2016, reflejo de la fragilidad institucional que caracteriza al país desde su independencia de España, en 1821.

El Congreso destituyó a Vizcarra anoche por “incapacidad moral” al cierre de un segundo juicio político en su contra en menos de dos meses, tras denuncias de que había recibido sobornos cuando era gobernador de la región sureña de Moquegua en 2014.

Vizcarra, que niega los cargos, descartó iniciar acciones legales para resistir la decisión del Congreso y dijo que se marchaba de inmediato del Palacio de gobierno a su vivienda particular.

“Salgo del Palacio de Gobierno como entré hace dos años y ocho meses: con la frente en alto”, declaró ante la prensa, rodeado de sus ministros, en el patio de la casa de Gobierno.

“Me voy con la conciencia tranquila y el deber cumplido”, agregó Vizcarra, quien gozó de niveles récord de popularidad en sus 32 meses de gobierno, lo que se reflejó con marchas y cacerolazos en su apoyo en Lima y otras ciudades tras ser destituido, informó la agencia de noticias AFP.

La moción de destitución fue aprobada por 105 votos a favor, 19 en contra y cuatro abstenciones, superando ampliamente los 87 votos necesarios.

Merino, un político de bajo perfil y de 59 años que es casi desconocido para los peruanos, tomará las riendas del país hasta completar el mandato actual, el 28 de julio de 2021.

El flamante jefe del Ejecutivo dijo que respetará el cronograma electoral, que contempla comicios presidenciales y legislativos en abril de 2021.

Merino afirmó que la destitución de Vizcarra fue “un acto democrático sin componendas políticas”, y llamó a la “serenidad y a la tranquilidad”, luego de las protestas en apoyo al destituido presidente.

Ingeniero agrónomo y ganadero, Merino se hizo con un escaño en los comicios legislativos extraordinarios de enero, convocados por Vizcarra tras disolver constitucionalmente el Congreso el 30 de septiembre de 2019.

Su elección como jefe del Parlamento fue impulsada por la bancada de Acción Popular, el partido de centroderecha al que pertenece desde hace 41 años y primera minoría en el cámara.

El juicio político a Vizcarra fue una suerte de repetición -pero con final diferente- de otro proceso de destitución del que había salido airoso el 18 de septiembre.

Vizcarra tuvo un destino similar al de su predecesor, Pedro Pablo Kuczysnki (2016-2018), quien no pudo completar su mandato al verse forzado a dimitir por presiones del Parlamento.

En el juicio anterior, Vizcarra era acusado de instar a mentir a dos funcionarias del palacio de Gobierno sobre un cuestionado contrato a un cantante, pero sus adversarios solo consiguieron 32 votos, lejos de los 87 necesarios para removerlo.

Las acusaciones de corrupción no mellaron el alto apoyo ciudadano a este ingeniero provinciano de 57 años, sin partido ni bancada legislativa, que había asumido el poder tras la renuncia de Kuczynski, de quien era vicepresidente, el 23 de marzo de 2018.

La Fiscalía debería abrir una investigación a Vizcarra por las denuncias sobre los supuestos sobornos cuando era gobernador, ahora que perdió su inmunidad tras ser destituido.

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