Bajar la inflación sin perder competitividad, abrir la economía tras realizar reformas estructurales
Escriben Marcelo Capello y Marcos Cohen Arazi, fundación Mediterránea. Suele plantearse que Argentina tiene capacidad para producir alimentos para 400 millones de personas, pero desde hace varias décadas nos cuesta alimentar decentemente a 46 millones de argentinos. Ello a pesar de que, desde el año 2002, se reintrodujeron los Derechos de Exportación, un tributo extraordinario, aplicado por pocos países en el mundo, supuestamente transitorio, pero que casi un cuarto de siglo después sigue vigente, aportando en todos estos años un acumulado de 165 mil millones de dólares (35% de un PIB anual).
A pesar de tal volumen de recursos extras con que contó el Estado desde 2002, el año pasado existían 4,3 millones de personas indigentes en Argentina, equivalente a un 9,3% de la población.
También suele afirmarse que, con Vaca Muerta, Argentina tiene capacidad para abastecer el consumo interno de gas por 400 años. No obstante, en 12 de los últimos 13 años el país exhibió déficit comercial en energía, con un desequilibrio acumulado de 36 mil millones de dólares. Otro ejemplo de un país que siempre es ponderado por su “potencial”, pero que nunca termina de despegar, y sigue lidiando con problemas antiguos, repetidas crisis y una población cada vez más empobrecida.
Detrás del fracaso económico argentino de largo plazo claramente se encuentran una estrategia equivocada de desarrollo, graves dificultades en materia de calidad institucional y los problemas crónicos de déficit fiscal, que genera endeudamiento e inflación, y un persistente sesgo antiexportador, a partir de una economía poco competitiva internacionalmente. Salir de esta situación decadente implica terminar con el déficit fiscal y poner en práctica un plan para desarrollar una economía competitiva y exportadora.
En este sentido, la actual administración nacional está bien encaminada cuando pretende eliminar el déficit fiscal en el año 2024. ¿Por qué sí o sí este año? Porque se trata de un problema de muchas décadas, y para que se recupere rápido la confianza frente a los mercados locales e internacionales, debe solucionarse con una política de shock, dado que el gradualismo no resulta ya creíble, y porque de no hacerse el país se encaminaba a un nuevo proceso hiperinflacionario. También porque desde el punto de vista de economía política, a los ajustes siempre hay que hacerlos en los primeros meses de un gobierno, en un año no electoral, para luego tener 3 años para recuperarse y llegar mejor para la elección más importante.
Finalmente, porque ordenando las finanzas en 2024, puede haber financiamiento internacional para el sector público argentino desde el año 2025, un año electoral en que suben los vencimientos de la deuda en moneda extranjera.
Para bajar la inflación a niveles normales hay que eliminar el déficit fiscal, pero ese proceso debe realizarse sin comprometer el logro de la solución al otro gran problema de largo plazo de la economía argentina: su escasa competitividad y sesgo antiexportador. El desafío es bajar la inflación sin deteriorar la competitividad, lo que exige no atrasar el tipo de cambio y progresivamente mejorar la competitividad estructural. En ese sentido, existe una preocupación con el actual proceso desinflacionario, y es que no ocurra a expensas de atrasar nuevamente el tipo de cambio, como ocurrió en repetidas ocasiones en la historia económica argentina.
Las medidas tomadas en los primeros meses del actual gobierno han apuntado a los principales problemas macroeconómicos de largo plazo, y a otros existentes de corto y mediano plazo. La inflación pasó de 25,5% en diciembre a 13,2% en febrero, y es posible que se ubique en un dígito en abril. La base monetaria, en términos reales, cayó un 24% y los pasivos monetarios del BCRA un 30%, entre noviembre de 2023 y marzo de 2024. Las reservas del BCRA pasaron de ser negativas por cerca de 10 mil millones de dólares en noviembre pasado, a la posibilidad que vuelvan a resultar positivas en algún momento de abril o mayo próximo. La brecha cambiaria pasó de 160% a poco más de 10% en los últimos meses. Finalmente, en enero y febrero se alcanzó superávit financiero en el sector público nacional, y comenzó un proceso de racionalización de tarifas de servicios públicos.
Claro que la fuerte suba inicial del tipo de cambio en diciembre pasado y la consecuente mayor inflación de ese mes y los dos subsiguientes, junto al inicio de la normalización de las tarifas y el sinceramiento de muchos precios pisados, licuó 20% los salarios y 30% las jubilaciones desde noviembre pasado a esta parte, con lo que la actividad económica agravó su declive, y casi todos los sectores se ubicaron en los números rojos, en algunos casos de dos dígitos.
A partir de marzo o abril de este año los salarios podrán ganarle levemente a la inflación, aunque a fin de año no habrán recuperado lo perdido en 12 meses. Desde mayo estará impactando una mejor cosecha que la del año previo, y durante todo el año, el sector energía y minería seguirán traccionando a muy buen ritmo. Queda entonces un segundo trimestre complicado, económica y socialmente, pero luego de ese período podrían visualizarse algunos resultados positivos en términos de actividad e ingresos.
La reducción de la Inflación y la mejora en la competitividad deberían preceder a la apertura de la economía
La economía argentina es relativamente cerrada, de modo que para mejorar su eficiencia y posibilidades de crecimiento se requerirá a futuro una mayor apertura. Esto es, en la medida que la economía sea más estable y se haya avanzado en las reformas estructurales (laboral, tributaria, previsional, educativa, desregulación, productividad pública, etc.), de modo que brinden mayor competitividad estructural a la producción local, una progresiva mayor apertura comercial ayudará a generar los incentivos adecuados para una economía más productiva y con mejor asignación de recursos. De ese modo, la apertura constituirá otra reforma estructural, con objetivos de mediano y largo plazo que, junto a una economía más competitiva, permitirán un salto exportador y con mayor valor agregado. Así entendido, existen menos riesgos que la apertura implique el cierre de empresas que tengan potencial competitivo.
Pero aquí alterar el orden de los factores si puede afectar el producto. Intentar usar una apertura comercial rápida sólo como herramienta de contención de precios de bienes locales, sin haber realizado antes las reformas estructurales que mejoren la competitividad de la producción local, podría generar fuertes reducciones en la actividad y el empleo, o directamente el cierre de empresas potencialmente competitivas.
La apertura recientemente anunciada para una cierta variedad de productos, sólo con el objeto de contener o inducir reducciones de precios en bienes finales, pensada como estrategia antiinflacionaria más que como instrumento de largo plazo dirigido a aumentar la eficiencia de la economía, podría afectar negativamente y en poco tiempo a muchos productores locales, que con una macro ordenada y reformas estructurales, sí podrían resultar competitivos. La situación podría agravarse en un contexto en que el crawling peg del dólar se mantiene en 2% mensual, amenazando nuevamente con un próximo atraso cambiario, y con todavía escasos avances en materia de competitividad estructural.
Debe tenerse presente que aún existen problemas de competitividad estructural, como la acumulación de impuestos distorsivos en los bienes nacionales que generalmente no enfrentan los bienes importados, los problemas de infraestructura básica que encarecen la producción doméstica, la presencia de un régimen laboral poco flexible y muy oneroso en materia de costos laborales no salariales, por citar sólo algunos ejemplos. No puede dejarse de mencionar, a su vez, el hecho que se permitirá importar más rápido y con menores restricciones ciertos bienes finales que competirán con productos nacionales que, además de sufrir las consecuencias exógenas de los problemas estructurales antes citados, deben importar sus insumos con mayores restricciones y costos que lo que lo harán sus competidores importados.
Abrir la economía antes de realizar las reformas estructurales no parece lo más adecuado y añade riesgos de fractura en el sector productivo, que pueden agravar la situación social y repercutir en el empleo. Vale recordar que, en los últimos 10 años, se ha reducido en 30.000 el número de empresas empleadoras, según cifras de AFIP.