Ecuador: Radiografía política de la protesta de octubre
Durante la primera quincena de octubre el país experimentó una catarsis colectiva insólita. Fue así, no sólo por su desenlace, sino también por su alcance e intensidad. Las lecturas sesgadas y confusas son la mayoría, un poco de precisión conceptual ayudaría mucho. Todavía hay una bruma que tardará en disiparse, producto de los relatos que cada sector esgrime para justificar su accionar. Lo más incomprendido es la protesta como acción política colectiva. Por eso, aquí propongo algunos elementos para construir una radiografía política de la protesta de octubre. Recuerde que comprender no es justificar, pero sin comprender no se puede juzgar.
El levantamiento indígena, liderado por la CONAIE, y el paro nacional convocado junto a otros sectores desencadenó protestas polifacéticas, lo que les dio una envergadura inédita. Las formas de protesta se multiplicaron valiéndose de un amplio repertorio táctico. A los enfrentamientos con la fuerza pública, mediante el uso de piedras por parte de los manifestantes, se sumaron: (a) la multiplicación de calles bloqueadas en la ciudad –y en el país–; (b) el ataque a dos empresas de comunicación (Teleamazonas y diario El Comercio); (c) el hostigamiento a un cuartel militar (en Sangolquí); (d) el incendio del edificio de la Contraloría General del Estado y de vehículos de la fuerza pública (patrulleros, blindados y motocicletas); (e) la retención de policías y militares por parte de los manifestantes; los (f) saqueos y asaltos a locales comerciales y negocios; así como (g) la ocupación de tres gobernaciones (en Cañar, Chimborazo y Bolívar); entre las principales acciones.
La incomprensión de esta condición polifacética de la protesta de octubre conduce a dos errores de interpretación. El primero es el afán por discriminar las acciones de protesta “ilegítimas”, calificándolas como actos vandálicos, subversivos o hasta terroristas. Como lo explican Donatella Della Porta y Mario Diani (2015: 215), la protesta se vale de formas no rutinarias para influir en los procesos políticos, sociales y culturales. La innovación en las formas de protesta es la regla, no la excepción.
La protesta desencadena acciones que son de cuestionable legitimidad precisamente porque alteran el orden público. Al hacerlo, los movimientos sociales que protagonizan la protesta crean incertidumbre, lo que constituye una ventaja sobre sus oponentes más poderosos. Si una protesta no planteara un desafío a las normas establecidas no sería tal. Por ello resulta equivocado calificar la política de la protesta con criterios criminógenos, evadiendo comprenderla como parte de una conflictividad mayor.
Algo semejante ocurre con la pretendida categorización de los manifestantes. Intentar diferenciar a los manifestantes que actuaron de forma vandálica o criminal implica concebir que existe un «tipo ideal» de manifestante: el “manifestante normal”. Nada más alejado de la realidad. La protesta es violenta por definición. Como también lo es la represión policial y militar. En ese contexto, la protesta desarrolla una espiral de violencia incontrolable. Hablar de “infiltrados” significa pensar que la protesta opera como un sistema cerrado en el que es posible impedir la participación de alguien o que es factible detectarla. La protesta opera como un sistema abierto y su entropía genera destrucción. No solo es un desafío colectivo al orden público, es la negación del orden constituido.
El segundo error consiste en confundir la dimensión polifacética de la protesta con un movimiento insurreccional, lo que obliga a pensar en un promotor de la insurrección. La protesta es un proceso disruptivo contra las élites, las autoridades u otros grupos o códigos culturales. Es una expresión de contrapoder que rara vez se encuentra bajo el control de un líder o una sola organización. Como lo explica Sidney Tarrow (2016: 40) en la protesta «los individuos necesitan darse cuenta de las oportunidades políticas y sentir una conexión emocional con sus reivindicaciones, antes de estar convencidos de participar en acciones colectivas a lo mejor arriesgadas y seguramente costosas». Esto toma tiempo, no es inmediato. En la protesta de octubre las redes sociales digitales facilitaron tal conexión emocional.
Como ya ocurrió durante la «primavera árabe», las redes sociales digitales posibilitaron que los manifestantes desplieguen un proceso de comunicación autónoma, libre del control del poder institucional. Como lo advierte Manuel Castells (2013: 27) «las redes sociales digitales ofrecen la posibilidad de deliberar y coordinar acciones sin trabas». Pero no se agota ahí. La protesta social se concreta mediante la ocupación de espacio urbano y edificios simbólicos. Así el desafío al orden institucional se materializa y la protesta se retroalimenta.
La dinámica de la protesta de octubre generó innovaciones en ambos sentidos. Por una parte, es la primera vez que en Ecuador las redes sociales digitales juegan un rol central en las protestas, programando y conectando diversas redes políticas. Esto multiplicó los canales de (des)información y amplificó la percepción de beligerancia en la protesta. Por su alineamiento editorial, Teleamazonas y diario El Comercio fueron percibidos como parte de ese control mediático. De ahí que los ataques a sus instalaciones se inscriben en la acción colectiva.
A esto hay que añadir un movimiento táctico que provocó una reconfiguración de las acciones de protesta. El traslado de la sede gubernamental a Guayaquil le dio oxígeno al gobierno, evadiendo la presión social sobre el palacio de Carondelet. Pero obligó a replantear la ocupación de espacios públicos y tuvo un efecto inesperado. La protesta se diseminó por toda la ciudad al no contar con un punto de gravitación política como lo es la plaza de la Independencia. En definitiva, la probabilidad de que se configure un acto insurreccional se incrementó más por la ineptitud política del gobierno, antes que por la intencionalidad de los manifestantes.
La naturaleza política de la protesta exige pensar en la correlación de fuerzas que le subyace antes, durante y después. Todos los actores políticos organizados intervinieron en ella. Ya sea por acción u omisión, por oportunismo o por convicción. Para entender la dinámica de la protesta hay que observar también las acciones de las élites, los oponentes y las autoridades.
Siendo un proceso sociopolítico tan complejo simplificar su análisis es contraproducente para comprender sus consecuencias. La protesta de octubre marcó un punto de inflexión que requiere una mayor comprensión. La lógica tecnocrática y populista que llegó a su clímax durante la “revolución ciudadana” (con Correa y Moreno) finalmente se resquebrajó. Pero no hay que cantar victoria. Como ocurre tras el paso de un huracán, hay escombros institucionales que deben ser reconstruidos. O construimos un orden auténticamente democrático o la vorágine de la violencia se impondrá como el nuevo orden político.