El glifosato se prohíbe solo (por precio)
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Sesenta señores hablan como si representaran a 26.000 familias campesinas. El bidón ya es impagable para el pequeño productor. La prohibición limita la fumigación a gran escala; abajo, la transición avanza por necesidad. En el medio, nombres, números y un proyecto: Pan sin veneno.
Hoy sería raro que, al preguntarle a alguien por la calle si sabe que los alimentos de su mesa tienen agrotóxicos, microplásticos o metales pesados, dijera que no. Ha habido y hay tantas campañas de concientización que prácticamente todo el mundo sabe lo que pasa, pero normalmente se siente sin margen para actuar o se limita a denunciar. Algo similar ocurre a pocos kilómetros de su heladera, en el campo, donde el pequeño productor sabe que lo que aplica en los cultivos afecta al consumidor, a él mismo y a su ecosistema. Sin embargo, aunque no desconoce las consecuencias de los agrotóxicos, queda limitado por la aparente falta de alternativas rentables. Esta es la postal del día a día del campesinado misionero.
¿Para qué protegerse tanto si después lo vas a esparcir en el aire? Se suelen atribuir las aberraciones del uso de herbicidas, fungicidas e insecticidas a la falta de protección de quienes los aplican. Pocos usan el equipo completo: dificulta el manejo y baja la eficacia. Pero incluso quienes sí lo usan saben que esos compuestos terminarán en su comida, en la tierra donde crecerán sus hijos y en el mismo aire que respiran. Entonces, ¿por qué lo siguen usando? ¿Por qué no buscan alternativas?
La respuesta más común es: “porque no hay opción”, “esta forma de agricultura es la que alimenta al mundo”. Esa postura afirma que, aun conociendo los daños, no habría alternativa. No compro.
Recientemente, en la Confederación Económica de Misiones (CEM), sesenta señores —técnicos, directivos PyME y cuadros de organismos— se arrogaron representar a las 26.000 familias campesinas que hay en Misiones para sostener que sin glifosato no se produce. No corresponde pedirle al campesinado que invente “la salida”: ese es el trabajo de quienes cobran por estudiar, ensayar y regular (INTA, SENASA y equipos técnicos que definen reglas y certificaciones). Mientras tanto, ocurre algo que casi no se dice: la transición ya avanza, pero no por una iluminación colectiva, sino porque los precios de glifosato, herbicidas, insecticidas y fungicidas se volvieron prohibitivos. En los hechos, el glifosato “se prohíbe solo” por precio. ¿Quiénes sí pueden pagarlo? Justamente esos sesenta. ¿Quiénes no pueden? Los que ya le están buscando la vuelta desde abajo, por necesidad y sin micrófonos. En este marco, la prohibición provincial y su prórroga por cinco años cumplen otra función: imponen un límite a la fumigación a gran escala; para el pequeño productor, en cambio, cambia poco porque el bidón ya era impagable.
El costo humano tiene nombres y números. Desde 1987, el cirujano infantil Hugo Gómez Demaio —Hospital de Pediatría de Posadas— registró picos de malformaciones del tubo neural y expuso señales de genotoxicidad asociadas a exposiciones crónicas en zonas rurales. En su servicio, estimó 0,5% de nacidos con mielomeningocele (5 por cada 1.000) y denunció, en Colonia Alicia, que el 86,6% de niños menores de dos años presentaba alteraciones del desarrollo en pruebas cognitivas simples; además, habló de alrededor de 60 nacimientos con malformaciones por año en Misiones. No son números cómodos.
Mirando la región, Chile: la organización de consumidores ODECU empuja una demanda colectiva contra Bayer/Monsanto por casos de cáncer asociados a Roundup, reclamando compensación por persona afectada. Mientras allá discuten reparación, acá todavía hay quien insiste en que el problema “no existe”. La comparación sola ya incomoda, y bien.
El costo humano también tiene rostros: Fabián Tomasi, banderillero de aviones fumigadores en Basavilbaso, símbolo del daño por exposición, fallecido en 2018; y Matías Sebastián Vázquez, de Aristóbulo del Valle, que atravesó una leucemia y hoy milita para visibilizar los riesgos en su comunidad. No son anécdotas: son señales que piden un cambio de rumbo.
Pan sin veneno. En Misiones ya se prueba otra lógica: trigo agroecológico (no transgénico) sembrado por productores locales, en suelo y clima misioneros, con acompañamiento técnico. Ya hubo pan elaborado con esa harina y este año el programa creció: semilla agroecológica distribuida, productores sumándose en distintos departamentos, primeras espigas en el campo y cosecha a la vista. No es consigna: es trabajo, acuerdos y trazabilidad.
Progreso y atraso. Se llenan la boca con “progreso”, pero aferrarse al glifosato es atraso. El futuro está más cerca de lo que sabían nuestros abuelos: suelos vivos, abonos orgánicos, rotar, cubrir, carpir… y hasta lo sencillo de aprovechar la ceniza de la cocina para proteger de plagas. Para muchos pequeños productores, eso ya cierra mejor la cuenta que perseguir un insumo que no pueden pagar y que, cuando se paga, deja deuda en el cuerpo y en la cuenca.
